DE SOFIA AL MAR NEGRO
Nuestra salida organizada para el mes de Abril , nos lleva en una ruta circular , a perdernos en este país de las dimensiones de Andalucia...
Recorrer Bulgaria en un pequeño autobús es una aventura. Un
país de dimensiones muy parecidas a Andalucía, que se hace inmenso
desde los hoyos de algunas de las carreteras, tan estrechas y con
camiones siempre delante de ti. Sin embargo, pronto se entiende que la
lentitud forme parte de una ruta en la que lo importante ya es el propio
camino, unos valles fértiles con girasoles que ahora te miran, que
ahora te dan la espalda... hasta que se convierten, de repente, en
rosas, o en maíz, o en tabaco. "Antes había más plantaciones de tabaco y
se fumaba menos", dice el conductor. "Ahora se fuma más, pero nos llega
de Ucrania y Rusia". La belleza avanza por la ventana. Un paisaje muy
agrícola y forestal que muestra lo que un día fueron altas cumbres y hoy
son viejas superficies dedicadas a pastos.
El trayecto es circular; comienza en Sofía y termina en el mar Negro;
de la capital búlgara a Varna, la capital del mar. Avanzamos por el
sur, regresamos por el norte. Ellos, los Balcanes, siempre están
presentes. Se trata de avanzar en un paisaje lleno de coníferas, robles y
grandeza. El ojo a veces olvida lo que son las grandes dimensiones de
naturaleza, merece la pena perderse en Bulgaria, aunque sea para
recordarlo. Cumbres, blancura allá en lo alto, tierra negra y fértil
aquí, en el suelo. Entre medias, las casas se muestran de tamaños
asequibles; rudas construcciones levantadas con tradicionales ladrillos
macizos de color rojo. En la carretera, grandes anuncios en lata vieja
muestran carteles de mujeres rubias que anuncian sandía en una actitud
un tanto soez, y así, de una manera tan simple, uno recuerda que ese
país, a la vista pobre, se incorporó recientemente (2007) a la Europa
del prometido progreso, aunque ella, Bulgaria, tiene a gala considerar
su idioma cirílico como la primera lengua nacional escrita en Europa.
El peso de su historia se ve a cada paso, en cualquiera de las
iglesias de las pequeñas aldeas repletas de iconos o en la agitada
capital, Sofía, donde reside una quinta parte de los casi ocho millones
que componen la población total, o en las fortificaciones medievales que
cobijan más de 200 monasterios.
Sofía
Se debe pasear por Sofía, tomándose un tiempo en el centro
cuadricular de esta ciudad de calles empedradas. Su casco histórico, con
varias iglesias ortodoxas, una mezquita del siglo XVI o una sinagoga
art noveau,
ya sitúa al paseante en lo que es este país, un cruce de caminos como
ningún otro lugar del mundo. La catedral de San Aleksandur Nevski, de
estilo ruso, se levantó en homenaje a la participación de Rusia en la
independencia del país (1878) y bien merece un tiempo contemplar sus
cúpulas doradas o el interior, levemente iluminado con velas. Además de
la catedral, el Museo Arqueológico, el de Arte Nacional o el
Parlamento... son solo algunas de las opciones en esta parte de la
ciudad, grandiosa y optimista, y que en nada recuerda la austeridad de
los edificios de oficinas levantados en el periodo comunista que
aparecen también a la vuelta de cualquier esquina.
Sofía es el perfecto punto al que llegar y desde el que marchar. No
da pena, por tanto, tomar el autobús y decir hasta luego a la capital
del país, bulliciosa en vida y animación cultural, con un buen número de
teatros, cines y restaurantes... Antes, un paseo por las colinas que
rodean Sofía, en el barrio de Boyana, y así no cerrar los ojos ante los
frescos de los siglos XII y XIII de su iglesia, declarada por la Unesco
patrimonio mundial en 1979. Una obra maestra del arte búlgaro. Uno de
esos lugares donde uno se querría quedar.