Buenos Aires, la ciudad abrumada
Uno de cada tres argentinos vive en ella y sus alrededores. En total, 15 millones de personas que últimamente sonríen poco. La incertidumbre de la economía hace que Buenos Aires parezca un mundo combustible. Pero esta sigue siendo todavía una gran ciudad que se jacta con justicia de la ambición cultural de muchos de sus pobladores. Nueva entrega de una serie en la que Martín Caparrós toma el pulso a grandes urbes de Latinoamérica.
YA sé que son azares. Yo caminaba lento, casi preocupado, porque venía
de la lavandería donde había dejado mi ropa el día anterior y donde, en
lugar de la empleada colombiana, me encontré una policía que me dijo
que el local estaba clausurado porque “anoche hubo un incidente”. Le
pregunté qué había pasado y me contestó que no sabía, que no era un robo
sino “algo entre los propietarios”.
–No, qué fue no sé, no le puedo informar, pero al fondo está lleno de sangre, no sabe la sangre que hay ahí.
Me dijo y yo caminaba lento, casi preocupado, pensando en mi ropa
secuestrada quizás ensangrentada y en los azares y esas cosas de la vida
–llovía suave, el viento picoteaba– cuando ví, unos metros más allá, un
muchacho de camiseta y pantalones cortos sucios que metía una pierna en
un contenedor de basura, después la otra, después el torso y la cabeza y
cerraba la tapa. Esperé unos minutos, no salía, me dio miedo mirar.
Algo no terminaba de estar bien.
La ciudad se llama Buenos Aires.Lo sé: no puedo hablar de esta ciudad como de las demás. Yo nací acá y acá viví más de cuarenta años, acá nacieron mi madre y mi hijo, de acá es el idioma que hablo o el que escribo. Soy de acá. No vivo acá.
(–Uy, vos acá. Hace mucho que no te veo por el barrio.
–Bueno, ahora estoy viviendo afuera.
–Ah, qué envidia.)
Buenos Aires fue, para empezar, un puerto. Porteño, el gentilicio de sus habitantes, lo delata. Buenos Aires surgió como un puerto para exportar los productos de un campo rico y concentrado: primero cuero y carne salada; más tarde trigo y carne fresca. Buenos Aires siempre vivió del resto del país. A principios del siglo XX atrajo a millones de inmigrantes europeos; a mediados de siglo, a millones de inmigrantes provincianos; a fines, a millones de inmigrantes bolivianos, peruanos, uruguayos, paraguayos. Ahora uno de cada tres argentinos vive en ella y sus alrededores: unos 15 millones de personas.
Buenos Aires, como toda capital, es muchas, pero si tiene un centro es la plaza de Mayo. En esta plaza se fundó la ciudad –la segunda vez, porque la primera fracasó– en 1580. En esta plaza criollos y españoles se alzaron contra el rey de España; aquí se levantaron cabildo y catedral y casa de gobierno; aquí debía erigirse en 1910 la gran columna patria que, de puro coherente, nunca se hizo; aquí se plantaron, hace 40 años, unas madres que buscaban a sus hijos y que impusieron la palabra desaparecidos; aquí se juntaron multitudes para torcer el destino del país de tanto en tanto; aquí, ahora, hay grandes rejas que intentan impedir que lo repitan. Aquí, ahora, pocos creen en rejas.
Y es cierto que el centro de la ciudad se ve “europeo”. Europeo, aquí, significa edificios de siete u ocho pisos de tiempos y estilos tan diversos mezclados al tuntún, a la argentina: flashes de Barcelona, de París, de Atenas, de Casablanca en una misma cuadra. Europeo significa también que los rastros del pasado colonial fueron cuidadosamente eliminados por gobernantes y ciudadanos que detestaban –o despreciaban– todo lo español. Así que los europeos que llegan se preguntan si de verdad están en América Latina; la primera mirada les dice que siguen en su mundo. Después, poco a poco, la van viendo.
O no.
–Claro que hay códigos, la milonga tiene muchos códigos. La mujer, por ejemplo. El hombre tiene que invitarla a bailar, pero no va a ir a buscarla a su mesa porque la pone en un compromiso, así que la cabecea desde lejos y si ella lo mira y le sostiene la mirada entonces sí se levanta y la saca.
Me explica Estela Báez, bailarina y anfitriona de la milonga de esta noche. La milonga es un tipo de canción pero es, sobre todo, el lugar donde se bailan tangos: este salón, esos retratos de tangueros muertos, las luces tenues, el centenar de hombres y mujeres.
–No sabés cómo me gusta verlos acá, bailando, disfrutando. Pero todo con mucho respeto, por supuesto.
Me dice Estela –baja, llena, su vestido apretado– y que el tango es una forma de vida, su vida entera, su pasión, su lugar: que el tango es Buenos Aires.
Hace poco más de cien años, esta ciudad inventó un género que acabaría por inventarla. Era una música con ecos de negros y de gauchos, guitarras y tambores, que se bailaba hombre con hombre en los prostíbulos del Bajo; lo bautizaron tango. Más tarde los terratenientes argentinos fueron moda en París y lo impusieron; poco antes de la Primera Guerra el Vaticano condenó –es lo suyo– “esa danza del demonio” y eso le dio, por supuesto, más morbo y más caché.
Pero entonces era pura música. El primer tango con palabras –sin palabras el tango no habría sido– se estrenó en 1917, se llamó Mi noche triste y fue elocuente: “Percanta que me amuraste/ en lo mejor de mi vida,/ dejándome el alma herida/ y espinas en el corazón…”. Su principio era solo porteño: “percanta que me amuraste” no se entendería en ningún otro rincón del castellano. (“Muchacha que me dejaste” sería una traducción aproximada). El tango, así, consagraba al mismo tiempo una lengua local y una forma de ser. Lo cantó como nadie Carlos Gardel, un bastardo francés con la sonrisa de un príncipe italiano que incluso se dio el gusto de matarse en un accidente de avión en Medellín, y sus historias armaron una forma de ser: hablaban de abandonos, traición, melancolía, sus quejas respectivas.
Estela mira alrededor, atenta, vigilante, y dice que le gusta tanto ver cómo los extranjeros aprenden esas reglas, las respetan, y que esta noche hay franceses, polacos, rusos, italianos, americanos, brasileños, chilenos y quién sabe qué más. Las mujeres trajeron sus zapatos de tacón en una bolsa, polleras ajustadas; los hombres van en mangas de camisa. Algunos beben espumante, otros cerveza, muchos agua o café o cocacola; hay tres o cuatro menores de 40.
–Yo una vez por año vengo a Buenos Aires, a bailar. Ahorro, no es barato, pero me da vida, me hace sentir distinto.
Dice Jean-Paul, comerciante de Nîmes, la cincuentena bien llevada, el pelo lacio y entrecano.
–Los argentinos no saben lo que se pierden.
–¿Los franceses, querés decir?
–No, quiero decir los argentinos.
El tango agonizaba. Muy pocos lo bailaban, los jóvenes lo creían cosa de viejos, no se componían: ningún tango clásico fue escrito después de 1950. Hasta que, en los 90, jóvenes europeos llegaron y lo descubrieron. Tomaron clases, se entusiasmaron, revivieron los viejos salones. Alguien creyó que les gustaba porque era una de las pocas formas en que una alemana o neoyorquina post-feministas podían dejarse llevar por un hombre sin faltar a sus ideas, con espíritu de chiste folclórico. Lo cierto es que el tango volvió, y se volvió una postal de Buenos Aires.
El tango fue producto de la mezcla: el milagro de una ciudad que tenía 200.000 habitantes en 1870 y dos millones en 1920 –y más de la mitad eran inmigrantes. En esos años Buenos Aires era una de las ciudades más pobladas y potentes del mundo; era, dijo Malraux, “la capital de un imperio que nunca existió”; era, también, la cabeza desmedida del país del futuro y quería que se viera. Era, entonces, una ciudad de nuevos ricos que querían hacer olvidar su novedad a fuerza de riqueza y encargaban palacios que trataban de parecer reales. En esos años, entre 1890 y 1940, sus dueños construyeron las mansiones de la plaza San Martín, el Congreso, la Avenida de Mayo, los edificios Estrougamou, Kavanagh y Barolo, el Obelisco, la avenida Nueve de Julio, la Bombonera, el subterráneo: casi todos los monumentos que aún la identifican. Y el tango. Lo que ven quienes vienen a mirarla es una ciudad que se armó hace casi un siglo. Buenos Aires alguna vez fue tango; ya no es.
EL PAIS 25/05/19
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